La historia y la definición de lo visible, tanto en el arte como fuera de este, son dos textos que se reescriben a partir de las prácticas de producción de imágenes de un autor y de las ideas que se generan o se importan en contextos determinados. Este entramado de factores se nutre de sí mismo, por ejemplo: la representación clásica del espacio y los conocimientos de óptica aplicados a la pintura prepararon la aparición de la mirada fotográfica, la cual monopolizó sobre el realismo en el resto de disciplinas visuales durante el siglo XX y hasta hace poco; por otro lado, liberó a la pintura de la necesidad de registrar lo visto, llevándola a terrenos formales y conceptuales lejanos a la imitación. La incursión de nuevos medios de representación y almacenamiento ha generado nuevos fenómenos: el ir y venir de las imágenes fotográficas que se pierden entre circuitos digitales, y su relación cada vez más inestable con la veracidad le han permitido de nuevo a la pintura, esta vez, como un objeto físico, con características hápticas y permanentes, mantenerse en los escritorios y en las paredes en donde se establece lo visible. La respuesta de Nicolás Guzmán en torno a lo visible se ha movido en varias direcciones, a veces apostando a una disposición de objetos en el espacio realizada de manera intuitiva, motivada por los pastiches y los manierismos de lo conceptual; otras veces a partir de su apuesta pictórica y bidimensional, la cual parece mucho más reflexiva cuando reúne series pertenecientes a los mismos campos sintácticos y sus referencias a otros artistas son evidentes y estudiadas (las citas a Maria Helena Vieira da Silva o al mexicano Mario Rangel-Faz en sus pinturas abstractas).